Yo no aseguro nada. (En Escrúpulo. Oliverio Girondo)
La miro taciturna y su mirada se extravía en las imágenes sueltas, a veces violentas del televisor.
Me gustaría saber qué piensa, si está aquí, allá o impávida frente a la realidad.
Mis visitas diarias se redujeron a llevarle el periódico y compartir con ella el desayuno.
A veces, la siento tan lejana, tan distante, tan ausente que mis ojos la sorprenden una vez más, perdida, peleando con los fantasmas de la guerra.
-Elena, me acerco con ternura y le doy el Stugeron Forte de la mañana.
-Viniste, Antonio, y me confunde una vez más con papá que sólo Dios sabe en qué paraíso descansa.
La acompaño a su cuarto empapelado de sueños, de historias robadas y vidas paralelas mientras Doña Jacinta le teje fantasías y recuerdos inventados empecinados en regresarla a este crudo invierno 2003.
Sus manos acomodan y desacomodan objetos valiosos que aún guarda en su cajón. Las mismas manos que me acurrucaron como cuando niño, las que trabajaron arduamente para que no nos faltara un plato de sopa caliente, signo de renuncias y sacrificios y las que ahora se limitan a hojear las páginas necrológicas del periódico o alguna revista vieja.
Y son las mismas manos tersas que me secan las lágrimas que ruedan por mis mejillas y me repite con ternura:
-Viniste, Antonio...
Bs. As. mayo, 2003
Andrea Prestía
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